domingo, 28 de septiembre de 2008

Rayuela: Capítulo 7 - Julio Cortázar -

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

jueves, 25 de septiembre de 2008

LA IMAGEN QUE REVALORIZA LA IMAGEN

BUENOS AIRES, 3 de mayo de 2008- Curiosa experiencia mi visita al barrio porteño de la Boca, para asistir a la exposición de arte en El Conventillo Verde. Comenzando por lo dificultoso de la llegada hasta allí. Dada mi carencia de esa preciada virtud llamada atención, omití notar las diversas posibilidades entre la amplia gama de colectivos que hay en la Ciudad de Buenos Aires que podrían llevarme, y me anclé en la dulce espera del 64 perdiendo la posibilidad de subirme a un 152 y llegar mucho antes a mi destino.
Finalmente arribé a Caminito: rojos y tango, azules y olorcito a restaurante, verdes y gente repartiendo panfletos, amarillos y pinturas, naranjas y bullicio… atravesando una muchedumbre de turistas y lugareños encontré, no sin antes preguntar, la dirección que buscaba: Magallanes 890, El Conventillo Verde, una casa que data de 1863.
Dudando, subí por las añejas escaleras de madera y me encontré en un pequeño hall, del que se desprendía una sala un poco más grande. En una puerta leí: “A los protagonistas de inclinar lo que sucede, y combinar el tiempo para una realidad mejor. A los amigos que traen lo que nunca vimos, y llevan lo que compartimos. A los amantes del arte y a los amantes.”
No soy una entendida del arte, pero entendí que ello no me quitaba, a mí ni a nadie, el privilegio de disfrutar de aquellas obras, que exhalaban no sólo estética y colores, también sueños e ideas, proyectos y reflexiones.
No había en el lugar mucha gente, sólo dos o tres personas tomando nota, que supuse estaban allí con los mismos fines que yo. Aunque muy cuestionable es, si los fines por los que inicialmente fuimos terminaron por ser la única razón por la que estaríamos dispuestos a volver, en un hipotético caso. Es probable que la experiencia haya cambiado nuestra perspectiva de lo que es esperable exprimir de un trabajo para la facultad.
Y entonces, me encontré con las primeras obras, las de Leyla Sabah, enredos de celeste y dorado, relieves en movimiento, texturas brillantes. En cuanto avancé en mi recorrido, un cuadro pequeño en el fondo me hizo pasar por alto puertos y tanguerías para admirar una fabulosa perspectiva de Tosoratti, quien miraba una escalera desde arriba: el rojo, el amarillo y el azul me impregnaban la retina, y la perspectiva, tan poco usual, desde una óptica vertical, me fascinó. La muchacha que atendía la exposición coincidió con mi apreciación.
Volví a detenerme en las pinturas de las tanguerías, tan representativas de la zona, sus trazos flexibles resucitaban los años 20 en un paño.
Me embarqué luego en perfectos puertos, y cuanto más me acercaba, las pinceladas más nítidas se veían, y como contrapartida descubrí que las proas perdían sus fronteras entre el agua y el cielo, y los barcos se miraban en un espejo sin definición. Cuanto más real la pintura, más ficticia la realidad que muestra.
No puedo omitir a la reina del lugar: Ingrid. Una belleza crucificada en material reciclado que llamó poderosamente mi atención, probablemente por la ironía religiosa de la imagen. Al preguntarle a la encargada de la muestra por esta creación, aportó que el autor de de esa “Jesusa” era Pablo Destefano, y nos recordó la posible intertextualidad de esta obra con la de Raquel Forner, quien representa en sus obras, a menudo, mujeres crucificadas.
Continué luego por la sala principal… la que restaba en realidad. Una serie de cuadros de Celia Güichal envolvía las paredes. Pero antes de observarlos con más detenimiento me detuve en el “desmonte de un viejo incinerador de cartas de amor”, lo que me pareció una maravillosa idea de Mario Alberto Antón: un mecanismo concebido para deshacerse de aquello que nadie debe leer, salvo su único destinatario.
Finalmente, llegué a los cuadros que se exponían en las paredes de esa habitación, los recorrí en orden anómico. El primero que llamó mi atención (pese a que comencé el relato diciendo que carecía de ella), fue “Regreso al hogar”. Un cuadro que evocaba la nostalgia, un camino desandado, una meta que aunque lejana, nítida, un camino a través de lo difuso. Todo es abstracto, sólo la ruta hacia el hogar se mantiene firme y concreta, porque es el lugar donde siempre podemos volver, una única certeza que nos permite lanzarnos a lo incierto.
Mis sentidos me llevaron a cruzar la sala para admirar “Puente de Pucará”, donde la autora escribía “¿Hay lugar en mí para esta inmensidad?” Sobrarían palabras si yo intentase describir la pintura, ante tan explicativa interrogación.
Luego me detuve en “La isla de la utopía”, que tenía a modo de epígrafe: “Hace más de diez mil sueños que sueño…” dos niños envueltos en un remolino de azules, rojos, amarillos y verdes, miran hacia un ojo ubicado en el centro de esa vertiginosidad; un poco más allá un hombre parece estar sentado en lo que podría ser una isla, y en una esquina de la pintura, un recuadro, como un cuadro dentro del cuadro. Un cuadro difícil de describir, hermoso para contemplar.
El último cuadro que seleccioné para mencionar: “La muchacha que se casa”. Absolutamente abstracto, colores fríos, turquesas brillantes… Es curioso como un título acota la interpretación de algo que podría ser muy amplio…
Como conclusión, e intento de escueta reflexión: el arte no escapa del circuito comercial, como todo en este horizonte, pero podemos encontrar la parte inherente al hombre que allí se expresa, podemos disfrutar de él al margen del mercado, podemos encontrar algo que alimente el ánima, que expanda nuestras ideas, que las genere. Incluso en esta cultura de la imagen, tan ampliamente criticada, la imagen puede ser constructiva, puede comunicarnos, puede hacernos pensar, puede revalorizar la imagen misma. Es un buen ejercicio, para quienes estamos acostumbrados al lenguaje verbal, y por ende a lo explícito, a lo que de alguna forma limita los significados; sumergirnos en el mundo de lo no verbal y sus polisemias, resignarnos ante aquello que comunica lo inexpresable, conmovernos con lo inexplicable, conectarnos con esa parte de nosotros mismos.

Florencia Marcote

Un televisor encendido, una copa de vino caliente, un CD rayado, un cuaderno en blanco, un jean gastado, café instantáneo, una ducha fría, el lado vacío de la cama, una lágrima anónima, fotografías viejas, un velador caliente, silencio indescifrable… vida a la deriva.
La esperanza ya no es rentable: es tiempo perdido.
La felicidad es ineficiente: inversiones siderales, riesgos impredecibles, pocas probabilidades de éxito, mucha incertidumbre, ninguna fórmula.
El amor… quizás, si resulta buen negocio.
Buscamos… risas, mates con sabor a amistad, un abrazo redentor, una palabra con aroma a luminosidad, una mirada que llene el vacío, una mano incondicional; llantos en soledad, un hombro amigo, un oído piadoso; música, cerveza en noche primaveral, diversión, hedonismo; horas de lectura, presiones, expectativas banales, stress, monotonía laboral, tedio… Imágenes de la vida posmoderna, fantasmas que nos persiguen.
La miseria abruma, el dolor se respira, el anonimato es condición, la demagogia la ley, la solidaridad limpia conciencias y lo que resta de la inocencia llora con el estómago vacío en una estación.
Cómo construir certezas, cómo encontrar sentidos, cómo hemos dejado que esto suceda…


Florencia

Mi diario de viajero

Siempre nos venden espejitos de colores. Y me pregunto qué pasa por la cabeza del viajero de tren o subte cuando compra el encendedor luminoso, la linterna de bolsillo, el porta-documentos plástico, lapiceras de tinta invisible, árboles sin raíces, relojes sin tiempo, calles sin gente, abrazos sin cariño: la lógica del sin sentido, el consumo del vacío. Si nos vendieran el sueño que nos falta, o la palabra de la punta de la lengua, o la canción de cuna que ya no nos tararean, o la caricia a tiempo… eso que necesitamos.

Florencia