jueves, 25 de septiembre de 2008

LA IMAGEN QUE REVALORIZA LA IMAGEN

BUENOS AIRES, 3 de mayo de 2008- Curiosa experiencia mi visita al barrio porteño de la Boca, para asistir a la exposición de arte en El Conventillo Verde. Comenzando por lo dificultoso de la llegada hasta allí. Dada mi carencia de esa preciada virtud llamada atención, omití notar las diversas posibilidades entre la amplia gama de colectivos que hay en la Ciudad de Buenos Aires que podrían llevarme, y me anclé en la dulce espera del 64 perdiendo la posibilidad de subirme a un 152 y llegar mucho antes a mi destino.
Finalmente arribé a Caminito: rojos y tango, azules y olorcito a restaurante, verdes y gente repartiendo panfletos, amarillos y pinturas, naranjas y bullicio… atravesando una muchedumbre de turistas y lugareños encontré, no sin antes preguntar, la dirección que buscaba: Magallanes 890, El Conventillo Verde, una casa que data de 1863.
Dudando, subí por las añejas escaleras de madera y me encontré en un pequeño hall, del que se desprendía una sala un poco más grande. En una puerta leí: “A los protagonistas de inclinar lo que sucede, y combinar el tiempo para una realidad mejor. A los amigos que traen lo que nunca vimos, y llevan lo que compartimos. A los amantes del arte y a los amantes.”
No soy una entendida del arte, pero entendí que ello no me quitaba, a mí ni a nadie, el privilegio de disfrutar de aquellas obras, que exhalaban no sólo estética y colores, también sueños e ideas, proyectos y reflexiones.
No había en el lugar mucha gente, sólo dos o tres personas tomando nota, que supuse estaban allí con los mismos fines que yo. Aunque muy cuestionable es, si los fines por los que inicialmente fuimos terminaron por ser la única razón por la que estaríamos dispuestos a volver, en un hipotético caso. Es probable que la experiencia haya cambiado nuestra perspectiva de lo que es esperable exprimir de un trabajo para la facultad.
Y entonces, me encontré con las primeras obras, las de Leyla Sabah, enredos de celeste y dorado, relieves en movimiento, texturas brillantes. En cuanto avancé en mi recorrido, un cuadro pequeño en el fondo me hizo pasar por alto puertos y tanguerías para admirar una fabulosa perspectiva de Tosoratti, quien miraba una escalera desde arriba: el rojo, el amarillo y el azul me impregnaban la retina, y la perspectiva, tan poco usual, desde una óptica vertical, me fascinó. La muchacha que atendía la exposición coincidió con mi apreciación.
Volví a detenerme en las pinturas de las tanguerías, tan representativas de la zona, sus trazos flexibles resucitaban los años 20 en un paño.
Me embarqué luego en perfectos puertos, y cuanto más me acercaba, las pinceladas más nítidas se veían, y como contrapartida descubrí que las proas perdían sus fronteras entre el agua y el cielo, y los barcos se miraban en un espejo sin definición. Cuanto más real la pintura, más ficticia la realidad que muestra.
No puedo omitir a la reina del lugar: Ingrid. Una belleza crucificada en material reciclado que llamó poderosamente mi atención, probablemente por la ironía religiosa de la imagen. Al preguntarle a la encargada de la muestra por esta creación, aportó que el autor de de esa “Jesusa” era Pablo Destefano, y nos recordó la posible intertextualidad de esta obra con la de Raquel Forner, quien representa en sus obras, a menudo, mujeres crucificadas.
Continué luego por la sala principal… la que restaba en realidad. Una serie de cuadros de Celia Güichal envolvía las paredes. Pero antes de observarlos con más detenimiento me detuve en el “desmonte de un viejo incinerador de cartas de amor”, lo que me pareció una maravillosa idea de Mario Alberto Antón: un mecanismo concebido para deshacerse de aquello que nadie debe leer, salvo su único destinatario.
Finalmente, llegué a los cuadros que se exponían en las paredes de esa habitación, los recorrí en orden anómico. El primero que llamó mi atención (pese a que comencé el relato diciendo que carecía de ella), fue “Regreso al hogar”. Un cuadro que evocaba la nostalgia, un camino desandado, una meta que aunque lejana, nítida, un camino a través de lo difuso. Todo es abstracto, sólo la ruta hacia el hogar se mantiene firme y concreta, porque es el lugar donde siempre podemos volver, una única certeza que nos permite lanzarnos a lo incierto.
Mis sentidos me llevaron a cruzar la sala para admirar “Puente de Pucará”, donde la autora escribía “¿Hay lugar en mí para esta inmensidad?” Sobrarían palabras si yo intentase describir la pintura, ante tan explicativa interrogación.
Luego me detuve en “La isla de la utopía”, que tenía a modo de epígrafe: “Hace más de diez mil sueños que sueño…” dos niños envueltos en un remolino de azules, rojos, amarillos y verdes, miran hacia un ojo ubicado en el centro de esa vertiginosidad; un poco más allá un hombre parece estar sentado en lo que podría ser una isla, y en una esquina de la pintura, un recuadro, como un cuadro dentro del cuadro. Un cuadro difícil de describir, hermoso para contemplar.
El último cuadro que seleccioné para mencionar: “La muchacha que se casa”. Absolutamente abstracto, colores fríos, turquesas brillantes… Es curioso como un título acota la interpretación de algo que podría ser muy amplio…
Como conclusión, e intento de escueta reflexión: el arte no escapa del circuito comercial, como todo en este horizonte, pero podemos encontrar la parte inherente al hombre que allí se expresa, podemos disfrutar de él al margen del mercado, podemos encontrar algo que alimente el ánima, que expanda nuestras ideas, que las genere. Incluso en esta cultura de la imagen, tan ampliamente criticada, la imagen puede ser constructiva, puede comunicarnos, puede hacernos pensar, puede revalorizar la imagen misma. Es un buen ejercicio, para quienes estamos acostumbrados al lenguaje verbal, y por ende a lo explícito, a lo que de alguna forma limita los significados; sumergirnos en el mundo de lo no verbal y sus polisemias, resignarnos ante aquello que comunica lo inexpresable, conmovernos con lo inexplicable, conectarnos con esa parte de nosotros mismos.

Florencia Marcote

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